El Dieciséis y El Diecisiete (Foto; C.Sandre)
Me despierto con lamento cavernoso
deshaciéndome en la llama de los antiguos muebles,
derramando vainilla sobre una fuente de absenta verde.
Hoy es viernes
y los huesos del arpa se estrellan como fruta partida.
Hoy es viernes
y los labios de la pared avanzan por la sombra
cubriendo de niebla la nuca de Rockefeller.
Es el día en que los dioses matan a los hombres
con flechas de lengua y llamas ardientes.
Es un día recubierto por un gotoso amarillo iridiscente,
cuando suena la llamada de Aby
como un croissant recién hecho
en una central nuclear esponjosa y aromática.
Hoy, por fin, el ave sale de su nido
y una hamburguesa de niebla
se fríe en mi espalda sudorosa,
desvaneciendo mi juventud pérdida
como un perro fantástico de amarga tónica.
Hoy es un viernes de transparente maravilla
con el viento levantando los ramajes
para otear al joven azul que fui
nacido de la espalda del caballo.
Hoy es viernes como fue viernes
aquel ayer, remoto y cercano,
donde me veo como un muchacho indiferente,
paseando con un ladrillo en la cabeza
entre pescaderías y enamorados,
cuando sentía el trueno de un niño
volando hacia otro mundo
de columnas arenosas y micro despertares.
Aquel era yo,
minotauro tejido de la estrella,
embistiendo con cuernos de ceniza a las muchachas
entre playas de mugriento serrín y mieles silvestres.
Un joven de cuerpo celeste
con el empeño de un burro amarillo
descendiendo hacia El Casco
por el desfiladero del Devizio,
con vestidura de hielo perforada por los muertos,
alumbrando Citera o Disneylandia
con antorcha de hondo suspirar
hacia el trono del gran salón de baile
cubierto de abejas.
Era yo, sin duda,
aquel cráneo de luna sumido en su propia tempestad,
rodeado de tiernos huesos en el jardín del Diecisiete,
sin rozar a aquella chica de frente
cayendo sobre la espuma
con su mapa de rubios cabellos extendiéndose lentamente
entorno a mi existencia como una ráfaga fría,
entre las brumas de aquella Zaragoza mágica y cruel,
recorriendo los contornos, la resonancia oscura
de las chupas de cuero muertas sobre las barras
en aquella difunta lápida de papel.
¡Oh Zaragoza, cómo te añoro!
¡Cómo te recuerdo y no recuerdo!
...porque todo en mí fue narcótico...
un desfile de esqueletos sobre la acera rota
recogiendo las porquerías del cielo y de la tierra
en una red dorada y efímera.
Todo lejano y brumoso...
y, sin embargo, aún puedo sentir
los besos húmedos con fresa
y el crujir de los pezones en la sombra
convirtiéndose en ceniza,
desatando nubarrones y certezas
sin recordar su nombre,
tan sólo
la sutil semejanza con Emma,
imposible como ella
y, por tanto, yo indiferente,
negado a cualquier guerra.
Y, entonces, una turbia Nochevieja,
me dijeron que yacía loca por mí,
con la garganta atravesada por un sidecar,
pero yo...yo no podía recordar su nombre,
no sabía pronunciar entre rosas preñadas de fetos
el nombre de Dios o de la Virgen envuelta en sus vapores,
cuando tiempo después
traté de hallarla armado con una piruleta ensangrentada
entre los muertos que avanzan silenciosos por la barra.
Ella, rociada por el queso de los gnomos,
sí conocía mi nombre
y lo pronunció lánguidamente;
"Adiós Cristián, adiós..."
muriendo un poco con la mirada llena de ciempiés
y yo atrapado entre el gentío sin rozarla,
perdiendo un camino y algunos trozos de mi pene en la cerveza,
abriendo la feroz soledad que acamparía por lustros
en el jardín de Emma con su gruta incendiada de negros abedules
y oscuros andares.
Fue pasando el tiempo,
atrayendo mujeres rompe sueños
y máscaras de barro colgadas sobre el muro,
refugiado en una bella locura de bosques lóbregos y pinturas antiguas
con el diablo ofreciéndome su venenoso diente,
arrancando los cabellos a los banqueros,
disperso en las brasas del crepúsculo,
cantando a las nubes con cabello
junto a ebrios marinos envidiosos...
cuando una tarde otoñal,
me tumbé en el alfombrado follaje
y con su arco de plata
Aby Ángel emergió
lanzando su flecha contra mi alma
más allá de los cuarenta tocinos verticales.
¿Pero quién fue aquella otra mujer
de pálida efigie,
vampira de mi juventud
a quien no besé ni rocé?
Quién sabe...sólo el vino lo sabe.
!Adiós, amada! !Adiós cómo te llames!
Cuán ásperas flores y luengas madrugadas
fui empalmando viernes con sábados,
recogiendo los ojos caídos de las diosas anfibias.
Cuántas risas y agonías ahogadas
en botellas de crepúsculo por plazas vespertinas,
intentando disimular mi cascada de lechosos diamantes
en la fría y húmeda penumbra.
Y ahora la frente ajada y pensativa;
a dónde fueron aquellos habitantes de la noche,
aquellos helicópteros de goma negra
retorciéndose como renacuajos de un arroyo intermitente...
¿aún vagan por el oscuro río de la memoria?
¿todavía recorren las aguas negras
destruyéndose como niños
para convertirse en hombres serviles?
Existe un rincón de silencio en medio del gentío,
alejado de coches y negocios,
llorando en los pantalones un pájaro de espectros
hacia el metálico ámbito de las tribus.
Vivo solo porque así lo quise,
tendido en la hierba fugitiva como una bandera al viento,
meciendo las barbas del anciano niño,
pero un día cruzaré el océano para poseer lo que es mío.
Todos alguna vez perdemos un camino,
abriéndose otros
que no son peor ni mejor destino
que el perdido por mí
aquel viernes amarillo.
Un Camino (Foto; C.Sandre, 2021)