ERAN TRES

Soy una lavadora
con el unicornio girando dentro
y un misterioso espermatozoide
emitiendo rayos de luz.
Tenía hambre, abrí la lata
y hallé la cabeza de William Holden
sin respuesta
para dos mujeres y una tercera
desvelándose al final de mi elección.
Siempre elegí mal.
Y regresaba una triada tras otra
con dos mujeres enfrentadas
y una tercera en silencio
sujetando un salami.
Evité ver tu trabajo durante años,
para no sentirte, para no dolerme.
No sirvió de nada.
Esta vez me sacrificaré
tiñendo la fregona de rubio
besando su lejía
para recrear tu espantapájaros
porque aún no te conozco
y ya te echo de menos.
Te amo.
Te amo de amor.
Han pasado treinta años de tu revelación
y no han cambiado mis sentimientos,
sólo me he enterrado más en mi locura.
¿Algún día creerás que no me casé por ti?

HORNO SAGRADO


Un horno sagrado de esperma
las barbas colgando de los árboles
ya no escribo poemas de amor
ni alcanzo los rosales del Marne
reptando por cascadas de catedrales
cayendo pesadamente 
como una lesbiana obesa
abrazada a un zapato.
Han entrado en casa del vecino
con una peluca de plomo
y alas metálicas cubiertas por la nieve.
Se oyen gritos disparos
la sangre se derrama.
Llego tarde a mi miseria cotidiana
pero siento el frescor
mientras me pongo
el desodorante.











LIMA



Ojo en la alcantarilla
el objeto alteró su forma
un dedo doblado
resplandeció en el horizonte
señalando el rostro con casco
por el mercado de abastos  
con miles de gusanos
retorciéndose alrededor del cuello
junto a una radio de piedra
separando el límite de Chorrillos
y el inicio de la Lima oculta, deshabitada,
alejada de la urbe caótica y el semen tóxico
a través de dunas vainilla cerca de Nazca
con hojas de coca decorando mi pene
y derramados soles durmientes.
Vigía impertérrito
el perro chimo sobre el tejado
contempla el paso de megáfonos
y travelos arreglándose coquetamente
por el laberinto artesano de la calle Capón.
Ella porta el este en los ojos
y un ángel mordido en la niebla
cubriendo sus garras
bajo la arena del ceviche
y los campos de Pachacamac.
Gamarra y sus ruinas de algodón
con maniquíes en la ventana
señalan a Norkys cual esfinge de pollo sonriente
en noches de sábado perfumadas
y canchita casera.
Recuerdo El Farolillo en Huaylas
y una copa cayendo por el barranco
donde un vampiro melancólico
me llamó con el pensamiento.
De Matellini hacia la estación
busco salida ajardinada por Surco
con la voz de Marvin Gaye como guía
y The Band apoyándome en cada paso.
Subo a ilegales buses desconchados
burocracia y mentira cerca del Óvalo
funcionarios del servicio postal
desesperando a extranjeros
y a centenarias somnolientas
con sombreros reteniendo miel
del dulce lenguaje quechua.
Y a veces la acompañé al distrito de Lince,
lugar de su infancia,
donde su papá murió sin memoria
en una casa familiar repleta de fantasmas
y pantallas secretas.
Pero nunca me acostumbré a las alambradas cercando cada edificio,
a las calles sin salida, al ruido, a la contaminación.
Y vi aquella diosa fétida custodiada por búhos
aplastando humanos en el Metropolitano
niños atrapados en sus puertas
y esbirros bloqueando la salida
hilando un camino truncado hacia el conservatorio.
Lejos del drama
pasean los turistas por Miraflores
y el Cristo de Chorrillos
impasible
derrama lágrimas de piedra
para formar mi camino
hasta pequeños comercios ilegales
con chancho tapado en un trapo.
De poco sirvió la voz prudente del Cerro
cuando confundí Miraflores
con San Juan de Miraflores
presenciando el apaleamiento de un vecino
con garrotes tan altos como torres
y tipos desorejados
con líneas de Nazca surcando sus rostros
atónitos por mi hieratismo
cuando atravesaba carreteras
tapando mis ojos con monedas
o empujaba a seis borrachos de vez
ante el pánico de su sorpresa.
Fueron muriendo los meses
y una fractura de muñeca
bañada en caldos de gallina y patas de pollo
me aislaron con un gato sumerio llamado Maluse
tres piedras al riñón y una operación con mala anestesia
aferrándome a un piano inabordable.
Ella quizás
fue asumiendo el infierno
y entonces…
el día que partí fue otra
poseía una brisa en el rostro de aquella niña con pañuelo
llorando amargamente
ocultando una foto sepia en mi chaqueta
irrecuperable como la inocencia
de un tiempo jamás coincidente
cuando descubrí el demonio en sus ojos
y aquel Cristo de piedra en su corazón.