El capitán de artillería,
una noche nublada sin los frenos de su corcel de hojalata,
saltó a través de la luna de queso
y aterrizó en un jardín de espejos rotos,
donde fue pasando lista a todas las mortadelas muertas
sobre la vieja escalera mecánica del SEPU.
María Montez había regresado
y los relojes se fundieron en un abrazo interminable.
El universo eyaculó sobre nuestras cabezas
y se relamió porque el sexo
siempre sabe a mar en la alborada.
De repente, se originó un huracán
y en el corazón del caos nació una semilla de esperanza,
pero al huraño capitán la gente le molestaba,
la presencia humana le incordiaba enormemente
y se refugió en un rincón oscuro y solitario,
iluminado por la Reina del Technicolor,
hasta transformarse en polvo y chispas de estrella,
arropándose con su abrigo de fuego.
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