Terminada la juventud,
el cielo pierde su sangre azul
en la espalda del ocaso
y los dedos del sofá dibujan
fantasmales formas sobre el cristal,
como si no hubiese lugar donde guarecerse.
A veces, rejuvenece asomarse a la ventana,
colgar un párpado negro del cable
y dejarse enfriar por la tormenta.
Luego me recuesto en la cama,
brillando en la puerta de la cueva,
esperando yacer en el féretro puro
de aquel valle sombrío, verde y quieto,
donde los relojes se paran
recitando la memoria.
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