En una apartada foresta,
me crucé con un astronauta
que me señaló a un travieso cervatillo
jugando distraído entre las rosas,
cuando una hiena emergió entre la espesura
cubriendo de sangre el cuerpo del cervatillo
y no pude olvidar su mirada,
sus ojos inmóviles fijados en mí,
el horror de su inocencia quebrada
bajo una orgía de sol y pájaros,
sólo yo parecía sufrir por él.
Me quedé, allí, sentado en una butaca,
con un casco de minero y un bocadillo,
sin hacer nada por el cervatillo,
como el rayo se distancia del trueno
y el tren castiga la cara
en el huracán de la memoria.
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