El capitán de artillería
con su corcel de hojalata
saltó a través de la luna de queso
y aterrizó en un jardín de espejos rotos,
donde aún funcionaba la escalera mecánica
del SEPU de Zaragoza.
María Montez había regresado
y los relojes se fundieron en un abrazo interminable,
como los de mi abuelo cuando me compraba un muñeco
y en el corazón del caos nació una semilla de esperanza,
pero al huraño capitán la gente le molestaba
y se refugió en un rincón oscuro y solitario,
iluminado por la Reina del Technicolor,
hasta transformarse en polvo y chispas de estrella,
arropándose con su abrigo de fuego.
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